El día que Dom Perignon intentó acabar con el champagne

¿Os imagináis a James Bond pidiendo una cerveza al camarero de un restaurante de lujo? o ¿Cómo quedaría Fernando Alonso agitando una botella de Coca-Cola al ganar una carrera,  bañando con la espuma a las solícitas “pit-girls”? Yo respondería no a la primera pregunta y fatal a la segunda, por lo que agradezco que el monje benedictino no haya conseguido destruir el champagne.

Dom Perignon nació en Saint-Menehould, Francia, a finales de 1638 y muy pronto en su niñez despertó la vocación del servicio a la iglesia, entrando en el coro de niños de la Abadía de Moriemnont, Abadía Hautvillersdonde llevó a cabo sus estudios primarios bajo la mirada estricta de los monjes benedictinos. Tras pasar por varios monasterios en donde fue formado como religioso, se trasladó a la que sería su casa por el resto de su vida, la Abadía de Hautvillers, en la región de Champagne-Ardennes, conocida por aquel entonces por sus vinos de calidad. Nada más llegar nuestro afable amigo fue nombrado bodeguero de la abadía, un puesto que a cualquiera de nosotros le hubiese hecho muy feliz, pero no tanto al joven monje, y no porque no le gustara el vino, sino porque su trabajo podría considerarse en el mundo moderno  como de alto riesgo. Y no es que cuidar de miles de botellas de vino te volviese un alcohólico nada más olerlas, o que las ratas habitantes de las catacumbas te royeran los pies. No, era algo peor. La cuestión estriba en la fermentación, uno de los grandes regalos de la naturaleza y responsable de que nuestras mesas se llenen de pan, vino, cerveza y otros deliciosos productos. El químico francés Louis Pasteur fue el primero que entendió la fermentación como el proceso que se inicia con la aparición de los azúcares subproducto de la fotosíntesis. bubblesAl romperse la piel de las uvas, la levadura que ocurre naturalmente en el exterior de dicha piel consume los azúcares y los convierte en alcohol. Todo  esto ocurre cuando la temperatura es más bien moderada. Pero las llanuras de Champagne no son precisamente un paraíso tropical cuando el manto del invierno las visita, y la bajada de las temperaturas tiene el efecto de detener la fermentación, al menos hasta que la primavera reactiva la levadura en el vino. El problema es que a partir de entonces, al “despertar” la levadura, esta genera dióxido de carbono, el mimo gas que se utiliza para hacer nuestros refrescos burbujeantes cuando los abrimos. En el mejor de los casos, las botellas de vino tapadas con corchos no resistían y se destapaban al no aguantar la presión del gas; en el peor escenario, explotaban creando una reacción en cadena en la bodega, pudiendo herir a alguien y derramar toda la producción. Dom Perignon intentó buscar la solución y eliminar el gas de las botellas, y por ende las burbujas, para lo cual diseñó diversos procesos en los que se destapaban las botellas para reducir la presión y sacar la levadura restante antes de que produjera las malditas burbujas, algunos de los cuales se utilizan todavía en las Dom Perignonmodernizadas bodegas de la región. Gracias a Dios, aún no había conseguido su propósito cuando el Padres Superior le comentó que los vinos espumosos de la abadía estaban siendo muy bien recibidos del otro lado del Canal de la Mancha por unos ingleses que le tomaron un gran gusto a las burbujitas famosas. Los monjes decidieron entonces dejar el vino como estaba y vendérselo a sus locos vecinos. El mercado hizo el resto. Así que ya sabes, la próxima vez que en una boda o cualquier tipo de celebración te lleves a los labios una espumante copa de cualquiera de las diferentes versiones del champagne, llámese este cava, sekt o spumanti, agradéceselo a la ineptitud de Dom Perignon y al gusto de los ingleses, y brinda por ellos

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