Semana Trágica.

Decía Francis Scott Fitzgerald, el novelista de “El Gran Gatsby” y “A Este Lado del Paraíso»: “muéstrame un héroe y te escribiré una tragedia”. Y de héroes sabía mucho el señor, acostumbrado a mostrar a sus protagonistas como hombres y mujeres valientes, bellos como la vida misma y con profundos trasfondos psicológicos. Pero sin voluntad de contradecir al autor norteamericano y desde la humildad, yo podría darle la vuelta a la tortilla a su cita afirmando que son las tragedias las que siempre engendran a los héroes.

En un espacio de apenas seis días, esta semana conmemoramos los tres accidentes más trágicos del programa espacial norteamericano, no falto de insignes protagonistas. El 27 de enero de 1967, los tripulantes del Apolo I, Virgil “Gus” Grissom, Edward White y Roger Chaffee, morían calcinados en la cápsula de su nave mientras practicaban los procedimientos del lanzamiento Apolo Iprogramado para un par de semanas después. Eran las primeras víctimas de un proyecto nacido de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial avivadas por el seco ambiente del conflicto entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, pero que a mediados y finales de los años 60 había dado un giro de lo puramente militar hacia objetivos fijados más por científicos que por los generales. El sacrifico de los astronautas no fue en vano, pues la investigación de las causas del accidente impulsaron mejoras en los sistemas de seguridad de las subsecuentes misiones, una de las cuales llevó al ser humano a poner pie sobre nuestro satélite.

Dos décadas después, ya sin la presión de la competencia pero aún con el bicho de la curiosidad, el programa del Space Shuttle, la lanzadera espacial, avanzaba confiado misión tras misión con el ánimo de expandir nuestras fronteras y estudiar nuestro entorno en el convencimiento de que entenderlo ayuda a desvelar el origen de nuestro universo y de la vida misma. Pero aquella gélida mañana Challenger crewdel 28 de enero de 1986, los astronautas de la misión STS-51-L, el comandante Francis R. Scobee, el piloto Michael J. Smith, y los especialistas Ronald McNair, Elison Onizuka, Judith Resnik, Greg Jarvis y Christa McAuliffe, no pudieron imaginar que tan sólo 73 segundos después del despegue, el fallo de un anillo de goma provocaría la conflagración que terminaría con sus vidas. El programa de la lanzadera fue suspendido durante dos años en los que la investigación recordaría la arriesgada naturaleza de la aventura espacial, nunca ajena a sus participantes, y el delgado hilo entre el éxito y el fracaso.

Los vuelos se reanudarían el 29 de septiembre de 1988 con el lanzamiento del transbordador Discovery tras numerosas correcciones y mejoras en el diseño de las naves, que a partir del año 2000 se dedicaron a la construcción de la Estación Espacial Internacional, aún en servicio a más de 420 km. sobre la superficie de la Tierra. No obstante, los dioses de la tragedia no se habían conformado con las almas de los caídos y golpearon nuevamente el espíritu del programa, cebándose sobre el primero de los transbordadores en la etapa más peligrosa de cualquier misión, la reentrada a la atmósfera, cuando el calor de la fricción alcanza los 6.000º centígrados y las naves requieren una protección especial para no ser consumidas. Aquel 1 de febrero de 2003, la cubierta de cerámica del Columbia no pudo resistir, habiendo perdido en el despegue y sin el conocimiento de la tripulación varias piezas de su protección en el ala izquierda, y la nave se desintegró sobre Texas minutos antes de llegar a casa. Los nombres de los siete astronautas, Rick D. Husband, William C. McCool, Michael P. Anderson, Kalpana Chawla, David M. Brown, Laurel Clark, IIan Ramon, se añadieron a la lista de los que dieron su vida en pos del conocimiento.

Columbia astronauts

No todas las víctimas de la carrera espacial fueron norteamericanas pues Kalpana Chawla, India e IIan Ramón, Israelí, murieron en el Columbia. Tampoco podemos olvidarnos de los casi 150 ciudadanos soviéticos que perecieron en accidentes, incluidos los 126 que murieron en un único evento en la plataforma de despegue el 24 de octubre de 1960, pero sus nombres y las causas de su muerte permanecieron ocultos hasta la caída del imperio totalitario en 1991.

No hay duda de que la exploración es una ocupación de riesgo. Al igual que los intrépidos navegantes del siglo XV, todos los astronautas lo saben y bajo esa consigna deciden poner sus vidas en juego, sabiendo que su potencial sacrificio bien vale la pena pagar por el florecimiento de la ciencia y el avance del bienestar humano. La conquista del espacio ha traído innumerables mejoras tecnológicas y sociales de las que ahora disfrutan directa o indirectamente todos los seres humanos, entre las que destacan los avances en las telecomunicaciones que han puesto un teléfono en las manos de más de seis mil millones de personas (alrededor del 90% de la población mundial), e información meteorológica más fiable a granjeros de todo el mundo. Pero no sólo de móviles vive el hombre, y gracias a los satélites y sus observaciones nos hemos dado cuenta de los peligros que acechan a nuestro planeta hogar, empezando por los mismos destrozos que nosotros le causamos, pero que hemos empezado a corregir. La exploración espacial continua mejorando las idas de los humanos y debe seguir haciéndolo si queremos que la especie sobreviva al porvenir incierto de nuestro planeta, siempre expuesto a las vicisitudes caprichosas de la física universal. La Tierra es nuestro origen, el espacio puede ser nuestro futuro.

El explorador noruego Thor Heyerdal decía que los héroes son personas que a través de su propia voluntad y fuerza, están dispuestos a sacrificar sus vidas por una idea. Todos estos valientes dieron sus vidas en aras de una idea, la del conocimiento, del progreso científico y tecnológico, y del sueño humano de explorar y conquistar nuestro entorno. Estoy seguro de que todos ellos descansan orgullosos en el panteón de los héroes.