Hace unas semanas una amiga tuvo la delicadeza de leer mi libro “Yo, Átomo” y, entre otras cosas, le llamó la atención que en el capítulo dedicado a la Grecia Antigua apenas apareciese una mención al guerrero macedonio Alejandro Magno. No tuve ningún reparo en responderle de manera que no quedara ninguna duda, bajo juramento de decir con la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Se que voy a levantar muchas ampollas, pero tengo mis argumentos.
Esta entrada, por supuesto, es una opinión. Quisiera, estimado lector, la leyeras hasta el final para que entendieras mi punto de vista. No tengo nada personal en contra de Alejandro. Lo mismo que siento hacia él me pasa con otros militares de la historia, Julio César, Napoleón, Ghengis Khan, etc. Eso sí, a estos nadie les llama «magnos», ni «grandes», pues ir matando por ahí a gente no hace grande a nadie.
Hay más
La primera razón que esgrimí ante su petición, fue que si quería meter 14.000.000.000 de años de historia en cinco o seis tomos, necesitaba elegir qué temas me parecían más importantes y cuáles menos, y sobre Grecia consideré más importante repasar el nacimiento de la ciencia, del concepto de democracia y de los juegos olímpicos, entre otros.
Alejandro Magno quedó fuera, primero porque creo que sus logros tuvieron muy poca influencia en el futuro del mundo actual. No, no cambió la historia porque todo lo que hizo se deshizo a su muerte. No, tampoco «helenizó» Asia.
La segunda, porque alguien que se dedica a descuartizar humanos para conseguirse un lugar en la historia, simplemente no me cae bien.
Alejandro Magno heredó el trono de Macedonia a los 20 años, después del asesinato de su padre Filipo en 336 a.C. Como legado, el joven recibió un estado fuerte y un ejército experimentado que su padre había utilizado para unir a las ciudades-estado griegas, aunque fuese por la fuerza, y con el que pensaba invadir y acabar de una vez por todas con el eterno enemigo persa.
Niño pijo
Educado y entrenado como cualquier hijo de la realeza por los mejores filósofos y estrategas de la época, entre los que se encontraban Aristóteles, Leónidas de Epiro y Lisímaco, Alejandro no dudo en continuar los proyectos de su padre. En el año 334, después de asegurar sus fronteras al norte en las llamadas “campañas balcánicas”, Alejandro cruzó el Helesponto con cincuenta mil soldados de a pie, seis mil de caballería y una flota de ciento veinte naves y treintaiocho mil marineros. Al poner los pies por primera vez en Asia, Alejandro clavó una lanza sobre la arena y exclamó que aceptaba Asia como un regalo de los dioses, aunque antes había que luchar por ella.
En la Batalla de Granicus, el rey novato demostró que no se andaba por las ramas a la hora de atacar, cogiendo a los persas por sorpresa y derrotándolos fácilmente. La primera ciudad de importancia en caer fue Sardis (actual Sart, en Turquía), capital provincial persa y sede del tesoro. Sin perder el tiempo, dirigió a sus falanges hacia la costa Jónica capturando Halicarnaso y otros puertos después de exitosos asedios, negándole al mismo tiempo bases navales a los persas.
Seguidamente movió sus tropas al interior llegando a Gordium, al suroeste de Ankara, donde Alejandro “deshizo” el famoso nudo que sólo el “Rey de Asia” podría desatar, un augurio de mucha valía, pero me veo obligado a informar que la manera que Alejandro tuvo de deshacer el entuerto fue simplemente cortándolo con su espada.
Contra Darío
La campaña continuó en Siria y por fin pudo Alejandro enfrentarse al gran Darío, rey de los persas, al que derrotó sin mayores esfuerzos y obligó a escapar dejando a su familia a manos del macedonio. Su esposa, dos hijas y madre fueron perdonadas y tratadas con respeto, una práctica que Alejandro mantendría en casi la totalidad de sus conquistas.
Eliminado el peligro de Darío, nuestro personaje pensó que Egipto quedaría muy bien en su vitrina de trofeos y ahí se dirigió en 332 a.C. para aceptar todos los títulos divinos habidos y por haber y de paso fundar la primera de muchas Alejandrías que pronto llenarían los mapas, probablemente la más conocida.
Eso de ser nombrado hijo de Zeus-Ammon le venía muy bien al complejo de infinita superioridad del que Alejandro presumía. No sólo se creía capaz de invadir y conquistar un continente, sino que lo veía como su derecho “divino”, lo que me hace recordar la actitud de un cabo austriaco que en el siglo XX creía que la “Providencia” le mandaba y protegía cuando se lazó a la destrucción de Europa.
Nadie niega que expandir un imperio fuese una costumbre en el mundo antiguo, pero la realidad es que Alejandro no lo hacía tanto por extender el manto de la cultura griega, sino por aumentar su propia gloria, por alcanzar el fin del mundo, donde ni siquiera su idolatrado Aquiles soñó con llegar.
Victoria total
En la Batalla de Gaugamela, la más decisiva de la campaña, Darío fue derrotado por última vez y escapó casi en solitario a las montañas de Ecbatana, donde posteriormente fue capturado y asesinado por uno de sus antiguos sátrapas. Alejandro Magno capturó la capital el imperio, la eterna y fulgurante Babilonia. También cayó Persépolis, lástima que sus hombres se dejaron llevar por el alcohol y la destruyeron enajenados por la adrenalina de la victoria.
Con Babilonia y casi todo el territorio persa en sus manos, parecía que Alejandro disfrutaría de sus victorias y permitiría que sus tropas volvieran a casa después de cinco años ausentes, pero no se renuncia la droga de la conquista fácilmente y, a pesar de las muchas quejas de sus generales, consiguió convencerlos para continuar y llegar aún más lejos.
Y sigue, y sigue, y sigue…
Después de desposarse con Roxana alrededor del año 330, Alejandro fijó sus objetivos en el sub-continente indio. Aprovechando que algunos jefes tribales no se sometían a su autoridad, Alejandro lideró personalmente las campañas sobre la región del Punjab, donde capturó los fuertes de Massaga y Ora tras violentas batallas en las que incluso el propio Alejandro resultó herido en el tobillo.
Golpeado, tanto físicamente como en su amor propio, que era bastante, ordenó la destrucción de las plazas y la ejecución de todos sus habitantes, mujeres y niños incluidos. La campaña podría haber proseguido y conquistado el resto de la India.
Pero esta vez sus generales lograron pararle los pies y le exigieron volver a Grecia, vía Babilonia, donde después de una década de lucha, Alejandro Magno moría de una infección a los treinta y tres años.
Poco quedó de las campañas de Alejandro. Ni un templo, ninguna Academia. La cultura helena no se extendió por Asia. He viajado por toda esa zona, y no hay nada que rememore a Alejandro, excepto los nombres de un par de ciudades islamizadas.
¿Hubiese cambiado el mundo?
Nadie sabrá nunca qué hubiese sucedido si tamaño personaje hubiera sobrevivido y logrado volver a casa. Por aquel entonces, en la vecina Italia, una joven república se expandía bajo la sombra del todavía influyente imperio Heleno, y se me ocurre que la historia del mundo sería diferente si Alejandro hubiese conquistado Roma antes de que esta llegara a la adolescencia, pero no fue así.
El inmenso territorio conquistado con sangre y fuego, no sobrevivió a la muerte de su instigador y fue troceado entre sus lugartenientes, no sin antes asesinar a Roxana y al hijo que le había dado a su esposo. El huracán desatado por Alejandro no tuvo prácticamente ninguna influencia sobre la historia mundial. Si acaso, la caída del imperio persa, pero aún esto no fue más que un episodio de repartición del poder regional, y no un evento crucial en el devenir del futuro.
Porqué no me gusta Alejandro Magno
Decía el gran Yoda, maestro Jedi, que “la guerra no engrandece a nadie”, y no puedo estar más de acuerdo. Alejandro causó muerte y destrucción simplemente para acrecentar su poder y gloria personal. No lo hizo para extender la cultura griega que muchos aceptarían como excusa para un holocausto. Desgraciadamente, los historiadores le han conferido el título de Magno, de Grande entre los conquistadores. Ya va siendo hora de retirarle dicho apelativo.