Yo creo que todos los que pasamos de los cuarenta nos acordamos muy bien de la Guerra Fría, ese periodo de inestabilidad política que enfrentaba a los dos grandes bloques políticos y militares que surgieron después de la Segunda Guerra Mundial. Por un lado, los Estados Unidos, su democracia, su capitalismo y sus ganas de expandirlos por todo el mundo; en la otra esquina, la Unión Soviética que había sustituido a la Alemania nazi como invasor y opresor de los pueblos de Europa del este, y como no, también centrado en expandir su comunismo a todo el que no lo quisiera. El resto del mundo no era más que un espectador del temeroso juego en el que ambas potencias se habían embarcado, un juego con armas poderosas y reales, que en más de una ocasión llevaron al planeta a los límites del apocalipsis.
Probablemente todo empezó cuando las primeras bombas atómicas cayeron sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, liberando una fuerza destructora nunca vista que cambiaría el concepto de guerra convencional y localizada por otro con la posibilidad de acabar con la vida en el planeta en unos cuantos minutos. Gracias a sus espías, la Unión Soviética consiguió construir su propia bomba y con ello logró una cierta balanza de poder destructivo entre las dos potencias, que a partir de ese momento, lucharon más con palabras, amenazas y muestras de poder que con fusiles y cañones.
Tanto los Estados Unidos como la URSS construyeron enormes arsenales atómicos montados en los cohetes que científicos alemanes les habían construido. Cada país apuntó sus misiles al otro con la intención de destruir en minutos la capacidad militar y económica del enemigo en caso de hostilidades. Aeropuertos, fábricas y ciudades eran blancos tan válidos como las instalaciones militares, algunas construidas a decenas de metros bajo tierra. Pero por lo visto, en la lista de objetivos soviéticos se coló uno que llama la atención por su inocuidad, uno que el único peligro que representaba era la expansión culinaria de la comida rápida, un icono de la cultura norteamericana: un puesto de perritos calientes.
Una de las prioridades en el desarrollo de una guerra, es destruir la capacidad militar del enemigo, lo cual no siempre es fácil, pero desde la antigüedad se sabe que si se elimina a la cabeza de ese ejército, a sus líderes y generales, las tropas difícilmente podrán continuar. Cuando las autoridades soviéticas desarrollaron sus planes de guerra, no les quedó duda alguna de que el primer blanco en la lista debía ser el Pentágono, el edificio en la ciudad de Washington que alberga la mayor parte de los mandos de las fuerzas armadas norteamericanas. Destruyéndolo, era la idea convencional, los yanquis perderían su capacidad de tomar decisiones y se rendirían sin más. Los satélites espía comunistas centraban sus cámaras constantemente sobre la mole geométrica y observaban con atención los movimientos de sus empleados en caso de que su comportamiento pudiese revelar posibles intenciones agresivas. Casi desde el principio, los analistas del Kremlin se fijaron en un complejo justo en medio del patio central del Pentágono, donde hombres y mujeres acudían constantemente. Todo parecía indicar que se trataba de un centro de mando secreto, una especie de cuarto de control desde donde posiblemente se dirigían los movimientos militares alrededor del mundo. Los estrategas soviéticos, ni tardos ni perezosos, eligieron al misterioso complejo en el centro del Pentágono como el primer blanco en caso de guerra. Algunos ya lo habréis imaginado, ese “misterioso” edificio no era más que un puesto de hot dogs en el que civiles y militares acudían a por un tentempié.
Me hubiese gustado ver la cara de los generales rusos cuando, a la caída de la Unión Soviética y el enfriamiento del conflicto, se enteraron de la verdad sobre su blanco Número Uno, de antología, seguro. También hubiese sido divertido ver a los estadounidenses sentirse amenazados cuando disfrutaban de uno de sus más famosos manjares. Lo que siempre me ha extrañado es, cómo con una red de espías tan extensa, los soviéticos tardaron tanto en descubrir la verdad? Nunca lo sabremos, lo importante es que no se armó la Tercera Guerra Mundial y aquí estamos contándolo. Y ya sabéis, la próxima vez que disfrutéis de un perrito caliente, acordaos de cómo los soviéticos pensaron en bombardearlos.
Lo curioso para mí es que errando el objetivo hubieran acertado de pleno, es decir, yo me pongo en situación, el congreso, ¿dónde atacar para hacer más daño? en el bar, no me cabe duda alguna.
Jeje, sin duda el congreso sería mi objetivo en caso de guerra, y la cafetería en el centro de la diana…;) aunque muy posiblemente la GC me pueda llamar la atención por esto…
Por cierto, los misiles rusos se distinguían por su potencia, normalmente de varios kilotones, pero no precisamente por su puntería. Igual y un misil lanzado contra el Pentágono le daba a Disneyland…
Gracias por comentar Dess. Un saludo.
Hola Jesús,
Eso es que eran perritos calientes «atómicos». Tomarse un hot dog tiene sus riesgos (más si lo hacemos a diario) -por supuesto me refiero a sus riesgos alimenticios- aunque nunca se me hubiera pasado por la cabeza lo que nos explicas. El vendedor de ese puesto seguro que se quedaría helado al enterarse de que su carrito era el objetivo número uno de los soviéticos. No obstante, trabajar en el Pentágono tiene sus peligros 😉
Sorprendente artículo, muy bueno.
Un abrazo.
Jajajaja, si, muy posiblemente eran perritos «atómicos».Yo también quisiera ver la cara del encargado al enterarse, pero imagino que trabajando en el Pentágono todos se sentían en la diana. Lo bueno es que, como le decía a Dessjuest, los misiles rusos nunca se distinguieron por su puntería. Vete tú a saber a dónde hubiese ido a parar uno apuntado al Pentágono…:P
Muchas gracias por comentar Francisco. Un cordial saludo.
Otra anécdota que no conocia… eres grande amigo,
y un beso también grande para ti.
Y quedan muchas por ahí Rosa, pero no se si sabes que este finde empiezo un especial sobre el Centenario de la Primera Guerra Mundial, por lo que las historias graciosas las guardaré para después del verano…;)
Gracias como siempre por dedicarme unos minutos y por escribir tan amables comentarios, no se que haría sin tí, aunque me disculpo, como siempre, por no poder responder tan rápido como quisiera…:)
Un besín atómico Rosa.
Se non è vero. è ben trovato
Un saludo cordial
Hehehe, cierto Lino, gracias por comentar…
No sabía nada sobre lo dicho en tu artículo.
Cuando existe un reclamo por algo que se cree justo lo sea o no,y se destruye en las avalanchas de las manifestaciones, simpre hay en el debe algo de un Mac…
Siempre quedan residuos en la decantación, aunque no esté en los papeles, y a los hot dogs, los llamemos panchos.
Gracias por compartir.
Un abrazo y hasta pronto.
Hola Stella,
gracias a tí por comentar. Esta historia, como muchas otras, puede que se haya exagerado, difícil de saber, pero como decimos, cuando el río suena es que agua lleva…
Lo de «Panchos», es como le llamáis a los hot dogs en Uruguay?
Gracias como siempre, un besito atlántico…
Porcierto Stella, estoy tratando de ponerme en contacto contigo pero no encuentro tu correo en tu blog. Podrías escribirme al mio y así te respondo? bastiat@hotmail.com
Gracias nuevamente
Como siempre, un interesante dato histórico que seguramente no encontraremos en los libros. Pero me pregunto. ¿No será que los soviéticos planearon justamente atacar el puesto de Hot Dogs… porque sabían que era un punto de reunión estratégico? No hay General, Comandante o Sargento que a la hora de la comida, no vaya por una clásica salchicha… y ¡pum! se los cargaban a todos de una sola pasada…
Digo… es posible…
Un abrazo.
Jeje, muy posiblemente Paco, tendríamos que revisar los archivos de la KGB…:P
En todo caso, gracias por tan clarificante aportación, siempre es bueno escuchar otras versiones..
Un abrazo y gracias por comentar.