Dice el dicho que, “ahogado el niño, tapamos el pozo”, para referirse al hecho de que, en ocasiones, solucionamos un problema sólo después de que se haya producido una fatalidad. Creo que muchos hemos sido testigos de este tipo de situaciones, y tampoco es de extrañarse, pues no siempre nos damos cuenta de un peligro potencial hasta que ya es demasiado tarde. El único consuelo, en mi opinión, es que muchas veces sí aprendemos la lección y logramos evitar daños futuros con la experiencia de una tragedia. Esto fue justo lo que sucedió el 18 de marzo de 1937 cuando una fuerte explosión destruyó el edificio principal de una escuela, a causa de una fuga de gas. El sacrificio de de 300 niños y profesores, aunque trágico, no fue en vano, pues gracias a las conclusiones extraídas de este terrible evento, se han podido salvar miles de vidas inocentes.
El pueblo de New London había salido de la depresión económica gracias al descubrimiento de petróleo en el este de Texas, diez años antes. Cientos de nuevos habitantes se habían unido a la bonanza, levantando nuevas zonas residenciales, comercios, bares, y las arcas del gobierno condal crecieron en consecuencia. También el distrito escolar disfrutaba de la prosperidad y, en 1932, se había gastado la friolera de un millón de dólares de la época en construir una nueva escuela de acero y cemento para albergar su creciente población estudiantil. La institución podía presumir desde entonces, no sólo de ser el distrito escolar más rico de Norteamérica, sino de las instalaciones más modernas de su tiempo, que incluían el primer estadio con iluminación eléctrica del estado. No obstante, los encargados del proyecto, hicieron unos cambios de última hora para instalar 72 calefactores de gas en lugar de la caldera de vapor planeada originalmente, en parte porque se vieron obligados a recortar el presupuesto, pero también porque de esa manera podrían aprovechar el gas natural que salía de los pozos petrolíferos, que en aquel entonces se consideraba un producto residual sin valor.
Era un jueves después de mediodía, poco antes de que el timbre señalara el fin de las clases. Al día siguiente no habría clases debido a una competición deportiva con un distrito vecino y los niños de los grados 1º a 4º habían salido temprano y estaban ya de camino a casa. En el gimnasio, en un edificio aledaño, un grupo de padres de familia acudía a una reunión de su asociación. En total, más de 600 personas se encontraban en la escuela, ajenos al hecho de que de una mala conexión de las tuberías, el gas escapaba y se acumulaba en los techos del edificio principal. Nadie sabe cuándo empezó la fuga, pues el gas natural es inodoro e incoloro, aunque algunos niños se habían quejado de dolores de cabeza en las semanas anteriores.
Aproximadamente a las 15:15 horas, Lemmie R. Butler, un profesor del taller de manualidades, enchufó una lijadora eléctrica. Se cree que una chispa provocada al activar el interruptor encendió la mezcla de aire y gas. Según testigos, las paredes del edificio se abombaron y el techo entero se levantó por los aires antes de caer sobre la estructura, que quedó completamente destrozada. Cientos de niños quedaron sepultados bajo los escombros, los más afortunados con vida, los menos, irreconocibles sus cuerpos. El estruendo pudo escucharse a más de 10 kilómetros y una nube de humo se levantó varios cientos de metros; ambas sirvieron para avisar a los vecinos de lo que había sucedido.
Los primeros en actuar fueron los padres que se encontraban en el gimnasio. El fuego se había extinguido rápidamente y enseguida se afanaron en buscar supervivientes entre los escombros. También llegaron trabajadores de los pozos cercanos, muchos de los cuales tenían a sus hijos matriculados en la escuela. La noticia llegó sin tardanza hasta la oficina del Gobernador James Alfred en Austin, que envió a la guardia nacional y a un equipo de 100 enfermeras y 25 embalsamadores desde Dallas. Policías, bomberos, pilotos de una base aérea cercana y hasta grupos de Boy Scouts participaron en las tareas de rescate, que duraron hasta la madrugada siguiente. La tragedia se saldó con alrededor de 300 muertos (el número exacto no se pudo confirmar debido a que en algunos casos sólo se encontraron trozos de cuerpos y a que algunos de los niños eran hijos de trabajadores temporales que no estaban debidamente matriculados), la mayoría niños; 130 escaparon con heridas leves, y los demás sufrieron quemaduras de diversas categorías. Algunas familias perdieron a todos sus hijos, otros perdieron alguno y salvaron a otros; pocas pudieron agradecer no haber sido afectados directamente.
La investigación posterior concluyó que las características del edificio habían ayudado a acumular el gas de la fuga, y que probablemente fue una chispa la que inició la conflagración. Poco después, la legislatura estatal aprobó en sesión de emergencia una ley que cambiaría la regulación en la instalación de líneas de gas; lo dicho, ahogado el niño tapamos el pozo. Pero al menos algo positivo se extrajo de la tragedia, y es que la Oficina de Minas de los Estados Unidos, a cargo de la investigación, recomendó que al gas natural se añadieran tioles, compuestos químicos con un átomo de azufre y otro de hidrógeno que dan al gas natural el típico y repulsivo olor que ahora le conocemos. La práctica de añadir tioles rápidamente se expandió por todo el mundo, seguramente salvando la vida a miles de personas que a partir de ese momento podían detectar las fugas de gas.
En 1939 New London estrenó escuela, en cuyos jardines se erigió un monolito en memoria de las víctimas de la explosión. Los nombres de las víctimas conocidas rodean la piedra, pero los sobrevivientes no dudan que faltan nombres en la lista. A sólo unos metros del monumento se halla un museo, donde los visitantes pueden ver un modelo de la escuela y un diagrama de las causas del accidente, junto a la reconstrucción de un aula, uniformes y otros objetos personales. En la cafetería del museo y, durante años, los sobrevivientes se reunían para recordar a sus compañeros y profesores. Algunos como Moles Tolier, se quejaban de que con el tiempo, su experiencia desapareciese de los libros de historia, a pesar de ser todavía, 75 años después, la peor tragedia escolar de los Estados Unidos. Ellos nunca olvidaron, y esperemos que nosotros tampoco.
Hola Jesús,
no hay duda de que en esta ocasión la muerte de estos niños ayudó a salvar muchas más. Imagino que antes ya se sufrieron otros accidentes a menor escala provocado por la explosión de este gas imperceptible, aunque el eco en la sociedad de este trágico suceso ayudó lo que hizo que todas las miradas y esfuerzos se centraran en evitar otros. Como siempre un post interesante.
Saludos
Hola Francisco,
Fue un precio alto, sí, pero creo que puede servirnos de consuelo el hecho de que su sacrificio haya salvado muchas vidas. Los humanos no somos perfectos, y muchas veces caemos con la misma piedra, pero creo que en este caso sí aprendimos la lección.
Muchas gracias por tu amable comentario.
Un abrazo.
que lamentable lo ocurrido con los niños , sin duda es una tragedia histórica y gracias por compartir estas historias. slds.
sí es Alejandro, un evento terrible, en especial porque afectó a tantos inocentes. El único consuelo que nos queda es que su muerte no fue en vano, y muchas vidas se han salvado desde entonces debido a las medidas adoptadas tras el accidente de New London.
Muchas gracias por comentar. Un cordial saludo.
«se haya un museo»… debe ser «se halla un museo»
Uff! qué gran error! muchas gracias por decírmelo, ya lo he corregido…
Muchas gracias Teknikoa. Un cordial saludo.
Increible que tuviera que pasar eso para prevenir en el futuro, pero casi siempre es asi.
un abrazo Barcala.
Hola Christian,
muchas veces los humanos no sabemos ver el peligro, hasta que nos golpea de frente. Es triste, pero cierto, no siempre nos finamos en los posibles riesgos, y aún cuando lo hacemos, no podemos adivinar todo. La explosión en New London es solo un ejemplo más, con la particularidad de que esa tragedia ayudó a evitar más muertes inocentes. DEP.
Muchas gracias y un abrazo.