Es el monumento más visitado del mundo con entrada de pago. Es el símbolo de París y casi podríamos decir que de toda Francia. Admirada y vilipendiada, la Torre Eiffel lleva 126 años provocando emociones a todo el que se acerca a ella. Yo la llamo la Señora, por su majestuosidad, su elegancia, su entereza y vigor ante tantos ataques, por su siempre maternal y desinteresada acogida.
Es uno de los dos monumentos que más me han causado impresión en mi vida (sólo le gana el Taj Mahal) y en mi aún corta existencia me he encaramado en sus hierros una veintena de veces, y pienso seguir haciéndolo.
Pero hay un detalle que siempre me ha mosqueado un poco, un dato poco conocido incluso por muchos de los parisinos a los que he preguntado. No es otro que la célebre estructura se ha hecho famosa con el nombre del ingeniero cuya participación en la promoción y construcción del proyecto fue fundamental, Alexandre Gustave Eiffel, pero cuya historia ha ignorado a sus verdaderos padres.
La idea de la torre
La idea tras el monumento surgió en 1884 cuando los organizadores de la Exposición Universal, prevista para cinco años después, solicitaron proyectos para una gran estructura metálica que sirviera de entrada y de atracción principal para el evento. En mayo de ese mismo año, el ingeniero Maurice Koechlin dibujó en casa el primer boceto, que él mismo definió como “una gran torre, formada por cuatro vigas entramadas, separadas en la base ques se juntan en la cumbre, unidas por tirantes metálicos a intervalos regulares.”
Koechlin reclutó la ayuda de otro ingeniero estructural, Émile Nouguier, para trabajar las matemáticas necesarias para levantar la torre de 300 metros de altura. Ahora bien, tanto Koechlin como Nouguier trabajaban para la Compagnie des Établissements Eiffel, una reputada empresa constructora de puentes, y presentaron su proyecto al jefe. A Monsieur Eiffel no le entusiasmó mucho el primer borrador, pero la idea llamó su atención lo suficiente para animar a sus ingenieros a continuar trabajando en el proyecto.
La arquitectura
Estos pidieron ayuda a Stephen Sauvestre, el jefe del departamento de arquitectura de la compañía, y este se encargó de embellecer el diseño añadiendo unos arcos a la base, un pabellón de cristal al primer nivel y otros ornamentos que al final convencieron a Eiffel, tanto que compró a Koechlin, Nouguier y Sauvestre la patente con la que ellos habían registrado su creación.
De esa manera, se aseguraba los derechos exclusivos de la futura explotación de la torre. Eiffel fue también instrumental en conseguir la adjudicación y los fondos necesarios para su construcción.
Tengo que reconocerle al gran ingeniero una muy buena mano izquierda a la hora de convencer a los políticos. Hasta principios de 1886, aparte de una presentación a la Sociedad de Ingenieros Civiles, poco se había avanzado, y la futura torre de hierro no pasaba de ser un dibujo en un papel. Entonces, un cambio de gobierno en enero dio el impulso final que necesitaba el proyecto.
De alguna manera, el nuevo Ministro de Comercio tomó cartas en el asunto y cambió las condiciones de la adjudicación, demandando la licitación de “una torre metálica de 300 metros de altura y cuatro caras para ser levantada en los Campos de Marte”. Para el resto de concursantes, quedó claro que las nuevas condiciones se ceñían precisamente a la concepción de Eiffel y sus empleados, y sus sospechas se vieron confirmadas cuando en junio de aquel año el jurado se decantó por el plan de Eiffel.
La construcción
La construcción se inició el 28 de enero de 1887, con la excavación de los fosos para los cimientos. Cada una de las cuatro patas apuntaría a uno de los puntos cardinales y estaría anclada a grandes bloques de hormigón, de dos metros de grosor en las patas Este y Sur, y de hasta seis metros en la Norte y Oeste, más cercanas al Río Sena. Aquella primera fase terminaría el 30 de junio y daría paso inmediato a la construcción de la estructura metálica.
Las piezas eran moldeadas y pre-armadas en bloques en una fábrica especialmente construída para el efecto en las afueras de París. Llegaban a la obra aseguradas con tornillos y ahí se cambiaban estos por remaches. Si alguna pieza no encajaba como debía, era devuelta a la fábrica para su remodelación.
En total se unirían 18,038 piezas con dos millones y medio de remaches, tarea en la que trabajaron 50 ingenieros y proyectistas, 150 trabajadores en la fábrica y otros 300 en la obra. Sólo uno de estos fallecería. El coste total de la construcción ascendería a 7,799,401 francos de oro de 1889, una cuarta parte de fondos públicos y el resto financiado por acciones vendidas por su promotor. Eiffel estaba seguro de que su obra sería un gran éxito, además de un símbolo de la ingeniería moderna, de la industria y de la ciencia decimonónica.
No todos contentos
No obstante, desde principios de la construcción, la torre tendría sus detractores. Algunos simplemente no creían que era posible levantarla, pero la mayoría de los críticos venían del mundo del arte. El 14 de febrero de 1887, sólo dos semanas después del comienzo de las obras, un grupo de escritores, pintores, escultores, arquitectos y otros “amantes apasionados de la belleza de París”, publicaron el Le Temps una carta abierta al Comisario de la Exposición Universal. En ella, el autonombrado Comité de los 300 (uno por cada metro de altura) se pronunciaba en nombre del ”gusto francés”, de la “amenazada historia y arte franceses”, y en contra de la “inútil y monstruosa Torre Eiffel”.
“¿Vamos a permitir que toda esta belleza y tradición sea profanada? ¿Se asociará ahora a París con la grotesca y comercialista imaginación de un constructor de máquinas? ¿Será desfigurada y desgraciada? …Nosotros, el Comité, no somos más que un débil eco de un sentimiento universal, legítimamente escandalizado. Cuando los extranjeros visiten nuestra exposición universal, gritarán asombrados, “¿Qué? ¿Es esta atrocidad lo que los franceses nos presentan una representación de su tan cacareado gusto?…
¡Escuchad nuestra súplica! Imaginados una ridícula y alta torre dominando París como la chimenea negra de una gigantesca fábrica, aplastando con su masa barbara a Notre Dame, Sainte Chapelle, la Torre Saint-Jacques, el Louvre, el Domo de Los Inválidos, el Arco del Triunfo, todos nuestros humillados monumentos, toda nuestra encogida arquitectura, que será aniquilada por la abominable fantasía de Eiffel. Durante veinte años, sobre la ciudad de París aún vibrante con el genio de tantos siglos, veremos, extendiéndose como una mancha de tinta, la sombra de esta asquerosa columna de latón atornillado.”
Ni hablar…
Qué equivocados estaban, y no sólo ellos, sino hasta el mismo Eiffel que creyó que su mole sería desmantelada después de dos décadas, tal y como estaba estipulado en el contrato original. Sin embargo, en el año de su supuesto desmantelamiento, 1909, la torre se había convertido en algo más que un adorno y muy probablemente se salvó gracias a su idoneidad como antena para la radio, que ya en la Primera Guerra Mundial mostró su valía cuando desde su cúspide se hicieron transmisiones para interferir con las señales alemanas, una de las claves para la victoria en la Batalla del Marne.
La Torre Eiffel fue terminada justo para la apertura de la Exposición Universal el 6 de mayo de 1889, aunque los ascensores tardaron un par de semanas más en estar funcionales. El éxito fue inmediato y sólo en los seis meses que duró la exposición la visitaron 1,896,987 personas. Eiffel recuperó su inversión en el primer año. Desde entonces más de 250 millones de visitantes han pagado la entrada, y sin duda la mayoría ha sido conquistada por la imponente belleza de sus líneas. Uno que no pudo subirla fue Adolf Hitler, pues cuando llegó a la París recién conquistada, los operarios de los ascensores habían cortado los cables para impedirlo.
Ahí está…
La Tour Eiffel sigue ahí, orgullosa, señorial, incólume, y son ya pocos los que se atreven a lanzar sus dardos contra el rígido hierro de su cuerpo. Su final aceptación se sirve de la anécdota del escritor Guy de Maupassant, quien presuntamente acudía a comer todos los días en uno de los restaurantes de la torre, porque según decía, era el único sitio en París donde podía estar a gusto sin verla.
La Torre hizo mundialmente famoso a Eiffel, aunque, curiosamente, el éxito de su hija más querida ha opacado el resto de su obra, entre las que se encuentran decenas de edificios, estaciones de ferrocarril (no la de Atocha, en Madrid, que fue diseñada por uno de sus colaboradores), puentes y hasta la estructura metálica interior de la Estatua de la Libertad.
Por otra parte, imagino que los Monsieurs Koechlin, Nouguier y Sauvestre fueron recompensados económicamente, pero de vez en cuando se hace necesario recordar que fueron ellos quienes nos regalaron a la Señora. ¡Longue vie le trio!
Hola Jesús,
pues suerte que cambió el gobierno pudiendo iniciar así su construcción. Permíteme añadir este dato que encontré de lo más impresionante «es considerado el monumento más valioso en Europa, con un valor de 544 mil millones de dólares para la economía francesa, casi una quinta parte del producto interno bruto del país». ¡Increíble!
Abrazos
Hola Francisco,
un dato muy interesante el del precio de la Torre Eiffel, aunque seguro coincidimos en que la mayoría de los grandes monumentos del mundo simplemente no tienen precio…No me extraña que la Señora represente un porcentaje tan alto del PIB francés, sólo hace falta ver las colas para subirla, y las réplicas que descansan en las estanterías de tantas familias…confieso que yo tengo una…
Muchas gracias por tu colaboración, colega. Un abrazo.
Interesante artículo, pues es la versión que no se cuenta; por otro lado, me gustaría saber si de verdad has subido y trepado su estructura metálica 😀 porque eso estaría genial! Saludos.
Hola Aura,
Me gusta contar esas historias poco conocidas, y parece que a mis lectores también. En lo que respecta a «escalar» la torre, la verdad es que me refería sólo a subirla. Siempre he usado los ascensores 😛 aunque para bajarla siempre uso las escaleras…
Muchas gracias por comentar y dejar que tu tan bonito nombre aparezca en estas páginas. Un besín.
Como siempre, muy interesante tu artículo, aportando datos desconocidos sobre uno de los monumentos santo y seña de todo el mundo.
En Huelva está el «Muelle de Eiffel», diseñado por Sir George Barclay Bruce y Thomas Gibson (ingleses) y construido entre 1874 y 1876, siguiendo los dictados de la «Escuela de Eiffel», si bien el bueno de Alexandre Gustave nada tuvo que ver ni en su diseño (salvo en el estilo) ni en su construcción. Es una estructura de madera y hierro de casi 1.200 metros de longitud, también conocida como «Muelle del Tinto» (nada que ver con Don Simón), pues fue cargadero del mineral que se extraía de las Minas de Riotinto. Por allí pasaron 150 millones de toneladas de mineral hasta que dejó de utilizarse en 1975. El «Muelle de Eiffel» fue mutilado para construir la avenida de acceso al polo químico (Avda. Francisco Montenegro) y fue declarado Bien de Interés Cultural en 2003, pero el daño ya estaba hecho.
Respecto al tema de la patente de la Torre Eiffel (también conocida como «Torre Koechlin/Nouguier/Sauvestre»), poco importa su autoría, pues desde el momento en que Alexandre Gustave les compró la patente al triunvirato se considera, a todos los efectos, que él inventó y proyectó la torre. Pero, por lo que veo, eso de «comprar» una patente a empleados ha cambiado mucho desde 1884. Los empresarios ya no compran patentes a sus empleados, siempre que se den ciertas condiciones, claro está.
Según el artículo 15 de la Ley 11/1986, de 20 de marzo, de Patentes:
«1. Las invenciones, realizadas por el trabajador durante la vigencia de su contrato o relación de trabajo o de servicios con la empresa, que sean fruto de una actividad de investigación explícita o implícitamente constitutiva del objeto de su contrato, pertenecen al empresario.
2. El trabajador, autor de la invención, no tendrá derecho a una remuneración suplementaria por su realización, excepto si su aportación personal a la invención y la importancia de la misma para la empresa exceden de manera evidente del contenido explícito o implícito de su contrato o relación de trabajo.»
Esta ley será derogada el 1 de abril de 2017 por la nueva Ley de Patentes ya aprobada (Ley 24/2015, de 24 de julio), que no modifica la normativa aún vigente, la cual rige en toda la UE, pues se ajusta al Convenio de Luxemburgo sobre la Patente Comunitaria de 15 de diciembre de 1975.
Ésta es la lógica, no lo que estaba legislado en 1884. Poco importa que la empresa de Eiffel se dedicara a construir puentes, braseros-calentadores de camas o carburos, el amigo Gustave se habría ahorrado unos francos con la ley actual, pero se tuvo que rascar el bolsillo. Parece que las leyes evolucionan. Sin embargo, en otro artículo tuyo ya tuvimos la ocasión de cambiar impresiones sobre las leyes, que como todo el mundo sabe «las hacen los abogados», y a mí me quedó muy claro que todos ellos son (somos) unos estafadores y unos cuatreros (entrada de 24 de enero de 2015, en tu apartado «villanos», ole, ole y ole).
En mi ciudad tenemos una torre nueva: la Torre Pelli, promovida por una entidad financiera, posteriormente absorbida por otra, que la ha terminado (ahora hay que llenarla, ufffff). Ha creado gran polémica, si bien no ha habido «Comité de los 300», pero poco ha faltado. Con el paso del tiempo la acogeremos como hija de la ciudad, al igual que hicimos con el bodrio de la Plaza de la Encarnación. De todos modos, la torre más señera de toda la urbe (y de casi todo el Orbe) está en la Plaza de la Virgen de los Reyes, tiene 104 metros y 10 cms. de alto (con esa altura se ve de sobra la ciudad entera). El cuerpo principal es almohade (año 1184) y el cuerpo de campanas hasta el remate (la estatua de La Fe) es renacentista, finalizado en 1568. Está hecha de piedra y ladrillo, con paños de «sebka».
En las redes sociales y mensajes «whatsapperos» circulan por aquí las típicas fotografías: «esto es una torre, esto es un andamio». Yo no estoy de acuerdo, cada época tiene su contexto y sus estilos artísticos. De hecho, quise subir a la Torre Eiffel cuando estuve en París, pero la cola llegaba a Toulouse, qué le vamos a hacer, ya lo haré en otra ocasión. Que conste que me gusta, con independencia de su autoría.
Pero la mía me gusta más. A mí y a casi todo el Orbe. Su precio no llega a la quinta parte del PIB gabacho, pero su valor se lo lleva por delante.
Un abrazo.
Hola Rudolf,
mientras investigaba para el artículo, intenté averiguar el por qué Eiffel se vio obligado a comprar la patente, cuando en la actualidad, y como bien explicas, un empleado que hace un descubrimiento o invención durante un contrato, dicho desarrollo pertenece al empleador. Pensé en un primer momento que Koechlin y Nougier habían diseñado la torre en su tiempo libre y que por eso les pertenecía la patente, pero ahora entiendo que simplemente la legislación en aquel momento era diferente.
Al final, la torre está ahí y nadie le va a cambiar ya el nombre. Yo la disfruto mucho y espero seguir haciéndolo (y que tú tengas otra oportunidad, vale la pena). La arquitectura siempre tendrá ejemplos de adefesios y de maravillas, y el gusto está en los ojos del observador. Siempre habrá polémicas como esta.
Muchas gracias caballero por tan brillante colaboración. Un abrazo!
Y respecto a «La Señora», ¿qué quieres que te diga? Aquí va por barrios. Para unos es la Esperanza Macarena, o de Triana, o la Estrella, o la Virgen del Rocío.
Jeje, eso de «señora» se me ocurrió hace ya mucho, y en inglés (lady) que más bien debería traducir como dama, pero señora me gusta, y así se queda… 😛
Un saludo Rudolf.
Jesús, gracias por el artículo!!
… y por estas interesantes páginas!!!
Hace algo así como una semana que las descubrí… y ya soy un asiduo.
Un saludo.
Hola Juan,
gracias a tí por pasarte por Ciencia Histórica y dedicarle parte de tu valioso tiempo. Espero poder seguir publicando artículos de interés. Bienvenido al club! y gracias nuevamente.
Un cordial saludo.