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Una mañana estival de 1978, un helicóptero ruso despegó de su base en Abakan, capital de la República federal de Khakassia, en la Siberia meridional. Sus pasajeros, un grupo de geólogos, tenían como tarea hacer prospecciones de metales preciosos en la Cordillera rusa de Abakan, una extensión de las Montañas de Altai que recorre la zona fronteriza entre Khazakstán, Mongolia y Rusia.
Después de dejar a los geólogos en un campamento provisional, los pilotos levantaron nuevamente el vuelo para buscar más arriba en las montañas un lugar donde poder aterrizar. Volando al ras de las copas de los pinos y abedules, siguieron el angosto cauce de un río escarbado entre las rocas metamórficas, maravillados por la belleza del paraje pero sin poder atisbar el espacio necesario para descender la máquina.
De pronto, uno de los tripulantes señaló al resto algo extraño por debajo de ellos, un claro a una altitud de casi 2,000 metros, donde se distinguían lo que parecían ser surcos labrados por humanos.
Nada excepcional en otras condiciones, pero los pilotos sabían que las autoridades soviéticas no tenían constancia de que nadie viviese en esa región, a más de 250 kilómetros del pueblo más cercano. Después de sobrevolar el claro varias veces para asegurarse de que se trataba de un asentamiento humano, volvieron al campamento y compartieron con los geólogos su experiencia.
Familia rusa con miedo a Rusia
Perplejos por lo extraño de la situación, los científicos decidieron acercarse para investigar, guardando en su mochilas algunos regalos, comida, y una pistola, por si las dudas. Después de ascender una docena de kilómetros, empezaron a encontrar señales de presencia humana, una especie de bastón, un tronco cuidadosamente colocado a manera de puente sobre un riachuelo, y una tosca vereda en la espesura del bosque.
Finalmente, entrando en el claro que habían descrito los pilotos, apareció una choza hecha de tablones y troncos, “ennegrecida por el tiempo y la lluvia”, en palabras de Galina Pismenskaya, la geóloga rusa que lideraba al grupo. Pocos segundos después, ocurrió el encuentro entre dos mundos, cuando, también en palabras de Pismenskaya,
“La puerta chirrió, y la figura de un hombre muy mayor apareció a la luz del día, como si saliera de un cuento de hadas. Descalzo. Con una camisa hecha de arpillera remendada una y otra vez. Llevaba pantalones del mismo material, también parcheados, y portaba una barba despeinada. El cabello desaliñado. parecía asustado y estaba muy atento…Teníamos que decir algo, así que empecé yo. ¡Saludos, abuelo! ‘Venimos de visita!
El viejo no respondió inmediatamente…Finalmente, oímos una voz suave e insegura: ·Bueno, ya que habéis venido de tan lejos, podéis pasar·.”
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Tiempos pasados
Una vez dentro, la escena que presenciaron los visitantes les recordó una salida de la Edad Media. La chabola, que más bien parecía una madriguera, estaba construida con restos de material recogido en los alrededores; los techos sostenidos por débiles viguetas, el suelo cubierto de pieles de patatas y cáscaras de piñones.
Una tenue luz se colaba por la única y minúscula ventana; hacía frío, mucho frío y el ambiente era irrespirable. No obstante, era el hogar de una familia, los Lykov, el padre, Karp, dos hijos, Savin y Dimitri, y dos hijas, Natalia y Agafia. Hacía 42 años que no veían a ningún otro ser humano que no fuese de la familia.
Esta historia de aislamiento comienza en 1936. Karp era miembro de una familia de Viejos Creyentes cristianos, perseguidos durante siglos por la Rusia zarista, Cuando los bolcheviques llegaron al poder, las cosas empeoraron, y después de ver a su hermano asesinado por una patrulla comunista rusa, Karp decidió llevar a su esposa Akulina y a sus entonces dos hijos,
Savin de once años y Natalia de dos, a vivir en las montañas, donde esperaba nunca ser encontrado por sus perseguidores. Consigo llevaron un par de herramientas, la poca ropa que tenían, algunos libros religiosos y una bolsa de semillas. Un refugio levantado con ramas y cubierto de hojas fue su primera morada, la cual cambiarían varias veces hasta construir la choza a la que llegaron los geólogos. Dimitri y Agafia nacieron en 1940 y 1944 respectivamente.
Sobreviviendo
La vida en la taiga puede ser extremadamente dura, aún para los exploradores más duros. Incluso durante el corto verano, de junio a agosto, las temperaturas apenas y pasan de los 20º; en invierno es común que bajen hasta los -30º C. Los primeros años, la familia rusa de los Lykov se mantuvo a base de frutos del bosque y una masa compuesta de patatas, su cultivo principal, y semillas de cáñamo.
No fue sino hasta que Dimitri llegó a la adolescencia, que se atrevieron a añadir la caza a su dieta, sin pistolas ni flechas, tan sólo cavando en madrigueras o persiguiendo a sus presas durante días hasta que caían exhaustas. Sin otro material de lectura que los libros religiosos, los niños crecieron en un mundo alejado de la civilización tan espiritual como físicamente.
Aún así, Akulina logró enseñarles a leer y escribir usando para esta última tarea, ramitas de abedul mojadas en miel mezclada con cenizas. Su principal entretenimiento cuando no estaban trabajando, era contarse los sueños unos a otros. Mientras tanto, la Unión Soviética se batía para sobrevivir la arremetida nazi, sin que los Lykov se enteraran siquiera de que había una guerra en tierra rusa.
Bricolaje real
Todo lo hacían con sus propias manos, desde cavar los surcos hasta labrar utensilios y recipientes de la madera para reemplazar lo poco que habían llevado a su exilio autoimpuesto. Contaban, curiosamente, con una rueca y un telar primitivo que utilizaban para tejer crudas telas del cáñamo que ellos mismos cultivaban.
Los zapatos los hacían de corteza de árbol y, del mismo material, hicieron un par de “ollas”, que obviamente no podían poner sobre el fuego, por lo que cocinaban metiendo piedras calientes en el recipiente, hasta que el “guiso” fuese comestible.
La habilidad de Dimitri en la cacería mejoraría mucho su situación, pero hubo temporadas cuando la naturaleza se cebó con los Lykov, como cuando en junio de 1961, una nevada destruyó sus exiguas cosechas y de una sola planta de centeno superviviente, que reditó en 18 granos, consiguieron reconstruir sus existencias.
Ese mismo año la desgracia llegó al campamento, llevándose la vida de Akulina, quien se dejó morir de hambre para que sus hijos pudieran comer lo poco que tenían.
Reencuentro
El reencuentro con la civilización no fue fácil para esta extraordinaria familia rusa, y en un principio, Karp no quiso aceptar los regalos de los geólogos, excepto una bolsa de sal, pero poco a poco se abrieron más a los visitantes y contaron su larga y áspera historia.
La familia rusa escuchó con atención los relatos de los visitantes sobre el mundo moderno, con una mezcla de admiración, sorpresa y, en ocasiones, rechazo. Entre otras cosas, se negaron a creer que el hombre había llegado a la Luna, aunque aceptaron la existencia de los satélites, pues ya los habían visto cruzando los cielos, como “fuegos que son como estrellas”.
Cuando la familia decidió acercarse al campamento de los geólogos, el invento que más les llamó la atención, por no decir que les hipnotizó, fue la televisión, a la cual se pegaban lo que duraba la visita.
La familia rusa se apaga
Desgraciadamente, la mísera vida de los Lykov en la taiga rusa terminó para varios de sus miembros pocos años después. En 1981, y con pocas semanas de diferencia, murieron Savin y Natalia, por un fallo renal, y Dimitri, quien aparentemente había contraído neumonía a partir de su contacto con los extraños.
Karp murió en 1988, si haber salido de su aislamiento. Sólo Agafia ha llegado a ver el mundo exterior, primero en un tour organizado por el gobierno que la llevó a visitar varias ciudades, y en media docena de ocasiones en las que aceptó ser llevada a un hospital. Agafia aún vive en su refugio en las montañas y ha sido el objeto de varios estudios antropológicos, libros y documentales, uno de los cuales reproduzco al pie de esta página.
En ocasiones, cuando los estudiosos y curiosos la visitan les pide regalos, algún animal, telas, pero nadie ha logrado convencerla de que se vaya a vivir a un pueblo. La vida ha sido dura para la mujer, para su familia rusa, pero sin duda sería más dura abandonar su hogar de toda la vida.
Hola Jesús,
se hace difícil pensar que hoy en día puedan existir personas tan aisladas del mundo durante tantos años y más en un paraje tan frío e inhóspito como ese. Pienso que sería un buen lugar para enviar a unos cuantos «queridos» personajes como Putin y Kim Jong-un (solo nombro dos porque puede que superpobláramos esa zona hasta convertirla en una megaciudad).
Abrazos y espléndido reportaje que como siempre disfruté.
Hola Francisco,
he tenido la suerte de recorrer Siberia en más de una ocasión, en coche, en tren y en avión, y de haber sabido la existencia de Agafia seguro hubiese intentado conocerla. Es un lugar de enrome belleza, y superlativo en extensión. Las Montañas Altai recuerdan a los Alpes, pero sin los chalets ni las pistas de esquí, y es muy difícil toparte con un ser humano, a veces en días.
La historia de los Lykov me presenta sentimientos encontrados, por una parte, siento que hayan sufrido tanto para sobrevivir, por otra, creo que estaban mejor ahí que en algún gulag, no crees?
Muchas gracias por comentar. Feliz domingo!
Seguro que sí, aunque pensando en sus hijos creo que se merecían una vida mejor.
Yo también lo creo Francisco, los niños se merecían algo mejor, pero ahora que lo pienso, vivir bajo Stalin no hubiese sido precisamente mejor… 😛
Un abrazo.
Increíble, ¿no?, es como si Agafia dijera: «es dura, pero es mi vida»
Hola Hugo,
una historia dura, pero al mismo tiempo que demuestra el sufrimiento de una familia, nos enseña de lo que es capaz de hacer un ser humano en situaciones adversas. A mí me inspiró mucho el vídeo de Agafia…
Muchas gracias por comentar y un cordial saludo.
hermoso,
Muchas gracias Boris, me halaga que te haya gustado.
Un cordial saludo.
Acabo de llegar a este blog por casualidad…. Y debo decir que estaré por aquí muy a menudo. Me has ganado con este post.
Un saludo.
Hola Borja,
te agradezco mucho te hayas pasado por estas páginas, y tu amable comentario. Resulta que alguna vez fuimos vecinos, pues según Facebook eres de Tlaxcala, y yo me crié en Puebla… Espero poder seguir publicando artículos de interés para que te pases por aquí a menudo, bienvenido al club!
Muchas gracias nuevamente y un cordial saludo.
Felicidades Jesús!! Siempre cuentas historias muy curiosas. Quién iba a decir que una familia viviendo en medio de un país protagonista de una guerra, no iba ni a enterarse de lo que pasaba. Dichosos ellos.
Hey Sands!
muchas gracias! 😉 Esta es en verdad una historia extraña, y que me ha hecho pensar en cómo el ser humano es capaz de adaptarse a cualquier situación. Eso sí, lo siento por los hijos, no debió haber sido fácil.
Mil gracias por comentar, y otros cuantos besazos! Muacks!