En el devenir de la presencia humana en la Tierra, muchos han sido los inventos y descubrimientos que han hecho millonario a más de uno, convirtiendo sus nombres en parte del acervo cultural y empresarial de la humanidad. En otras ocasiones, no obstante, no fue precisamente el inventor quien obtuvo los beneficios del artilugio, ya fuese por falta de talento para los negocios o de dinero, sino aquellos que tuvieron la visión y la capacidad financiera de apoyar y promover el producto. Pero hay lo que me gusta llamar una tercera categoría, que incluye a individuos que tuvieron la oportunidad de comercializar una invención o hallazgo, pero que, por alguna razón que se nos escapa, rechazaron dicha oportunidad de hacer fortuna, creyendo que lo que se les ofrecía no tenía futuro. Tenemos muchos ejemplos y, para conocerlos, empezamos hoy una serie dedicada a estos rechazos históricos, algunos mejor conocidos que otros, pero todos dignos de ser recordados.
El caso de hoy sucedió en la segunda mitad del siglo XIX, una época en la que la tecnología se abría paso a marchas forzadas impulsada por los avances de la Revolución Industrial. En todo el mundo aparecían aparatos que buscaban hacer la vida más cómoda a sus usuarios, métodos de fabricación más eficientes, materiales e ingredientes artificiales y sistemas de comunicación y transporte más rápidos y económicos. Entre estos últimos estaba el telégrafo, desarrollado, entre otros, por el norteamericano Samuel Morse, que transmitía señales eléctricas a través de un cable instalado entre dos estaciones. Morse recibió la patente en 1837, y para 1861 su sistema ya conectaba ambas costas del continente, no sin ayuda de una de las compañías que dominaría el negocio del telégrafo durante un siglo, la Western Union Telegraph Company.
En 1876, Western Union tenía prácticamente el monopolio del telégrafo, y no sólo en estados Unidos, pues había sido clave en la instalación de un cable subterráneo para unir América con Europa. Con un valor contable de 41 millones de dólares, WU era una de las empresas más grandes y prósperas en su país, además de disfrutar del apoyo del mundo financiero, y como tal, a menudo se aproximaban vendedores de nuevas tecnologías. Uno de ellos, un tal Gardiner Green Hubbard, había invertido en un invento que prometía y se dirigió al entonces presidente de la Western Union, William Orton. El aparato en cuestión había sido construido por un joven escocés de 29 años, Alexander Graham Bell, y servía para transmitir la voz humana eléctricamente. Bell no había sido el primero ni el único en desarrollar la idea del teléfono, pero sí el primero en obtener una patente para un sistema práctico.
Pues bien, Hubbard ofreció dicha patente a Orton, por la cantidad de 100,000 Dólares, una suma nada despreciable, pero tampoco una que la WU no se pudiera permitir. El ofrecimiento tenía sentido, pues la empresa de telegrafía podría utilizar sus estaciones para construir una red de telefonía en poco tiempo aprovechando la red de cables ya instalada. La respuesta de Orton fue, sin embargo, categóricamente negativa, y se convertiría en uno de los errores empresariales más llamativos y consecuentes de la historia. Orton tuvo el “detalle” de dirigirse directamente a Bell con una carta en la que explicaba su decisión:
“Sr. Bell, después de considerar cuidadosamente su invención y, a pesar de ser una novedad interesante, hemos decidido que no tiene posibilidades comerciales…¿Qué uso podría darle esta empresa a un juguete eléctrico?”
Ante el rechazo, Hubbard y Bell mantuvieron la patente y al año siguiente fundaron la Bell Telephone Company, precursora de AT&T. Hubbard, además, se convertiría el mismo año en suegro de Bell. AT&T llegaría a ser la empresa de telecomunicaciones más grande del mundo, haciendo de la patente #174465 la más rentable de la historia. Eso sí, Orton se dio cuenta de su error y montó su propia empresa de telefonía dos años después, pero debido a la naciente regulación sobre la tecnología que propició la entrega del monopolio a Bell, fue obligado a venderle a este su red.
William Orton pudo haber sido uno de los empresarios más importantes de la historia si hubiese comprado la patente del teléfono, pero dudó, y pagó por ello. Seguramente se dio de topes contra la pared más de una vez, pero ya era demasiado tarde. Las oportunidades pasan sólo una vez.
Hola Jesús,
me recordaste con tu genial artículo una «batalla» tecnológica de aquellos tiempos: la que enfrentó a Tesla con Edison con sus corrientes alternas y continuas. En este caso, el primero, Tesla, mucho menos conocidos por todos que su contrincante Edison, tampoco tenía mucho olfato para hacer negocios, pero a genio inventor no le ganaba nadie. Me animaste tras leerte a preparar algo sobre ello… Gracias y mil gracias por esta genial lectura.
Saludos
Hola Francisco,
la guerra de la electricidad es probablemente la más importante de nuestros tiempos. Por un lado, un hombre como Edison, inteligente, ambicioso y con visión empresarial; por el otro, el genio de Nicola Tesla, probablemente mejor preparado y con mayor capacidad inventiva, pero sin esa ambición que hace falta para mover el mundo. Probablemente porque no era norteamericano… 😛 Veo que ya has publicado un artículo al respecto, y hoy me paso sin falta, la ilustración que utilizas me encantó. Un abrazo.
😉
De burradas similares está salpicada la historia. Recuerdo el caso de una compañía (olvidé el nombre) que pagó nada menos que 400 mil dólares para romper el contrato que la involucraba en Guitar Hero. El CEO consideró, por diversas razones, que el juego no llegaría a nada y decidió desligarse del asunto. Sin embargo, Guitar Hero vendió como pan caliente y el susodicho CEO es ahora recordado como el hombre que pagó 400 mil para no ganar millones.
Hola Roger,
ignoraba el ejemplo que nos cuentas del Guitar Hero, menuda barbaridad! y estoy seguro que aquel ejecutivo se habrá dado de golpes contra la pared, o todavía se los está dando…y hay más ejemplos, que en las próximas semanas reseñaré en estas páginas.
Muchas gracias por tu comentario. Un cordial saludo.