El Rey que los tenía bien puestos.
Durante la corta historia del hombre, cientos si no miles de hombres y mujeres han gobernado países e imperios desde un trono “real”, una posición que, en la mayoría de los casos, han conseguido, por medio de una herencia o con ayuda de las armas y casi siempre ignorando la opinión de sus súbditos. Absolutistas, moderados o parlamentarios, estos personajes se creen con el “derecho divino” de regir las vidas de millones de seres humanos, lo cual no es más que un pretexto para saquearlos desvergonzadamente, aún en la actualidad. Pero hay un muy, muy reducido número de reyes y reinas quienes, contrario a la costumbre, han utilizado su cargo como una plataforma para servir a sus súbditos, y no como una posición privilegiada para aprovecharse de ellos. En mi opinión, Alberto I de Bélgica se encuentra el este restringido club de reyes que tuvieron lo que hay que tener y que han dejado una huella positiva e imborrable en el corazón de su pueblo.
Para ser un hombre que no nació, y no fue educado originalmente para ser rey, Alberto no lo hizo tan mal. El segundo hijo del hermano del rey Leopoldo II, sólo se convirtió en heredero al trono cuando el hijo de su tío, y su hermano mayor, segundo y tercero en la línea sucesoria, murieran en la juventud. Tranquilo, casi huraño, pero muy estudioso, Alberto comenzó entonces su preparación como futuro rey, pasando por la escuela militar, pero también preocupándose por la situación de su pueblo, con el que a menudo se mezclaba de incógnito para conocer sus quejas y necesidades de primera mano. Amante de los deportes al aire libre y, en especial del alpinismo, también acostumbraba a viajar solo y sin que nadie conociera su identidad. En 1900, contrajo matrimonio con la duquesa Elisabeth de Bavaria, prima lejana del Kaiser, y la pareja tuvo tres hijos antes de que Alberto fuese coronado en 1909 a la edad de 37 años.
En noviembre de 1913, el rey de los belgas fue invitado a Berlín por el monarca alemán. Durante una cena a la que asistieron los Jefes del Estado Mayor del Ejército y la Marina, el primer ministro y otros miembros del gobierno alemán, Guillermo sorprendió a Alberto soltándole una verborrea contra Francia, muy típica de un bocazas conocido como el Kaiser, pero más violenta de lo normal, en la que anunciaba que la guerra era inevitable y que sus ejércitos iban a marchar sobre París en pocas semanas. Más tarde, la misma noche, el General von Moltke repitió el ritual al joven rey de los belgas, añadiendo una serie de quejas sobre las supuestas provocaciones francesas, incluyendo que los parisinos no habían recibido calurosamente al comandante Winterfield, el agregado militar alemán en la capital francesa. Von Moltke dio el mismo tratamiento al comandante Molotte, agregado militar belga en Alemania, a quien incluso preguntó qué haría Bélgica si alguna de las potencias violase la neutralidad y el territorio de su país, a lo que este respondió que naturalmente se defenderían con todos los medios.
Confundido y ciertamente alarmado, de vuelta en Bruselas, Alberto redactó un informe sobre las amenazas alemanas que envió a sus colegas franceses. A estos no les sorprendió nada, pues estaban acostumbrados a las diatribas del Kaiser, y sabían que tarde o temprano les atacaría. Pero a Alberto ni a nadie se le escapaba que la única manera de que los alemanes obtuvieran una victoria rápida sobre Francia sería atravesando Bélgica, un país al que en el momento de su nacimiento en 1830, las potencias europeas habían garantizado su neutralidad. A partir de ese momento, Alberto dedicó tiempo y esfuerzos para que su ejército hiciese planes defensivos en caso de que Alemania o cualquier otro país se atreviera a cruzar sus fronteras. Lo que no sabía el rey, es que el plan de batalla alemán, conocido como el Plan Schlieffen, incluía desde el principio el paso de las tropas por Bélgica, con permiso de su gobierno, como pensaban los alemanes que sería, o sin él. Cuando después del asesinato del archiduque Francisco José en Sarajevo los eventos parecían llevar a Europa a la guerra, Alberto se enfrentaría a la realidad.
El 2 de agosto de 1914, Herr von Below, ministro alemán en Bruselas, entregaba al jefe del gobierno belga un ultimátum. La nota decía, falsamente, que los franceses se disponían a entrar en Bélgica para atacar a Alemania, y que, sabiendo que el ejército belga no podría detenerlos, Alemania pedía permiso para entrar en su territorio y así hacer frente al enemigo.
“Es esencial para la auto-defensa de Alemania, que ella debería anticipar tal ataque hostil. El gobierno alemán, sin embargo, lamentaría que Bélgica lo considerase las medidas que los enemigos de Alemania le hayan forzado a entrar en territorio belga para su propia protección, un acto hostil hacia ella.”
En la misma nota, Alemania prometía evacuar sus fuerzas de territorio belga tan pronto se alcanzase la paz, y a resarcir a Bélgica por cualquier daño causado a sus infraestructuras, con la condición de que el gobierno cooperase con Alemania en este respecto. En caso contrario, Bélgica sería considerado un enemigo y las relaciones entre ambos países tendrían que ser ajustadas “por las armas”. Más claro ni el agua.
Alberto recibió la noticia con pesadumbre, pues sabía que Alemania contaba con fuerzas diez veces superiores a Bélgica y que poco podría hacer para defender a su país, pero no se amilanó. En un último intento conciliatorio, escribió una carta al Kaiser insistiendo en la neutralidad e independencia belga alegando que Alemania era uno de los firmantes de los Tratados de Londres de 1839 y 1870, y que Bélgica siempre había actuado responsablemente en la defensa de su imparcialidad y en sus relaciones tanto con Alemania como con sus otros vecinos. Cualquier violación de neutralidad, sería un quebrantamiento flagrante de la ley internacional. Alberto sabía que si cedía a los alemanes peligraba el futuro de su país, no importaba quien resultase victorioso en el conflicto, pero además sabía que sería una traición al resto de Europa. Alemania insistió, y Alberto se mantuvo firme.
El 4 de agosto, las primeras tropas alemanas cruzaron la frontera belga camino a la ciudad-fortaleza de Lieja. El ejército belga, con 60.000, difícilmente podía hacer frente la avalancha teutona en su camino a Francia, pero lucho con gallardía bajo las órdenes directas de su rey. Ni Alberto ni su gobierno se rindieron nunca ante Alemania, y a pesar de que la mayor parte del territorio del pequeño país fue ocupado, los belgas continuaron la resistencia hasta el final de la guerra. Para muchos puede haber sido una resistencia fútil, pero su lucha logró retrasar el avance alemán, lo suficiente para que la Fuerza Expedicionaria Británica ocupara sus posiciones en Francia y se uniera a la lucha, un hecho que bien pudo haberle costado la guerra a Alemania.
Alberto I de Bélgica no fue un hombre perfecto, nadie lo es, pero si uno que fue capaz de mantenerse firme ante las amenazas de un vecino belicoso, y de liderar a su pueblo a una lucha desigual pero valiente para mantener la neutralidad e independencia de su joven país. Después de la guerra, los belgas y muchos otros países agradecieron su esfuerzo y liderazgo, y aún hoy no lo olvidan. Desgraciadamente, un amante de la montaña como Alberto no pudo resistir el embrujo de las alturas ni siquiera por la edad. El 17 de febrero de 1934, mientras practicaba en solitario el alpinismo cerca de Namur, Alberto falleció al caer de una altura de 20 metros. El rey más admirado de los belgas tenía 59 años.