Mata Hari.

La mañana del 15 de octubre de 1917, mientras en los campos de Francia continuaba la masacre de hombres en las trincheras de la guerra, una mujer de 41 años enfundada en un elegante vestido negro era fusilada en la prisión de Vincennes a la afueras de París. Los papeles oficiales de su juicio indicaban que su nombre era Margaretha Geertruida Zelle MacLeod, el público en general la conocía por su nombre artístico: Mata Hari.

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Nacida un 7 de agosto de 1876 en el seno de un hogar burgués en la localidad de Leeuwarden, Países Bajos, ni la pequeña ni cualquiera de sus familiares imaginaba el ajetreado y exótico destino que le deparaba. De hecho, sus primeros y tranquilos quince primeros años no vieron más que comodidades y estabilidad en la familia de un acomodado sombrerero local, que contaba además con tres hijos. Sin embargo, los dados de la fortuna darían un giro inesperado a la biografía de nuestra heroína cuando su padre se vio forzado a la bancarrota y se divorció de su madre. Margaretha fue a vivir con unos parientes en La Haya.

Según algunas fuentes no confirmadas, a los 18 años, la joven respondió a un anuncio en el periódico en el que un oficial del ejército destinado en las Indias Orientales Holandesas, la actual Mata HariIndonesia, solicitaba una esposa. Otros biógrafos sitúan su primer encuentro en una playa y un consiguiente noviazgo. Lo que si podemos confirmar es que el 11 de julio de 1895 firmó el acta de matrimonio en Amsterdam con el Capitán Rudolf MacLeod, de ascendencia noble escocesa y 20 años mayor que ella. La pareja pronto se estableció en Malang, Indonesia, y todo parecía indicar que Margaretha sería una más de las esposas de los oficiales en ese país tropical.

No obstante y, como era costumbre entre el personal militar de alto rango, Rudolf se buscó una concubina y el matrimonio hizo aguas en poco tiempo, a pesar de la llegada del primogénito Norman John y de su hermanita Louis Jeanne. Margaretha enjugó sus lágrimas en el conocimiento de la cultura local, exótica para cualquiera y más en aquel tiempo en el que el sureste asiático estaba más lejos en el tiempo que en la distancia, que ya era mucha. Entre otros elementos culturales, el suave vaivén de los bailes tradicionales indonesios plantó la semilla de la curiosidad en la despechada veinteañera y pronto se vio arrastrada por su inocente seducción, estudiándolos y practicándolos en sus ratos de ocio. En 1899 la tragedia se presentó en el descompuesto hogar en forma de la muerte de Norman, aunque no se supo nunca si fue debido a la sífilis que llevaba su padre o a un posible envenenamiento provocado por los celos. Roto el matrimonio, en 1902 Margaretha decidió volver a Europa, estableciéndose en París con su hija Jeanne, de la que al poco tiempo perdería la custodia para volver con su padre.

El París de La Belle Époque, trasnochado, frívolo, campo fértil para el muy francés arte del adulterio y el destape literal, resultó la sede mata-hari desnudaperfecta para las aspiraciones y veleidades de Lady MacLeod, como hacía llamarse en esa época. Su primer empleo en la Ciudad de la Luz lo encontró en un circo, donde participaba en un acto haciendo malabarismos sobre un caballo y posó para pintores para solventar sus necesidades básicas. Pero una mujer con su ambición y carisma no se conformaría con migajas y, aprovechando el arte adquirido en lejanas tierras, montó un espectáculo como bailarina exótica, debutando en el Musée Guimet, dedicado al arte oriental, el 13 de marzo de 1905, con el nombre de Mata Hari, que en indonesio quiere decir “el ojo del día”, en referencia al sol.

El éxito llegó raudo y pronto se convirtió en uno de los actos preferidos de los parisinos, y con el llegaron los amantes y los pretendientes, que hacían largas colas para disfrutar de las atenciones de la artista. Vanidosa, pretenciosa y exhibicionista, Mata Hari se deleitaba en mostrase a los demás y en ser el centro de las miradas de los patrones de cabaret que tanto la adulaban. Buena parte de su fama le venía por la exótica historia que Margaretha había creado para su personaje, una supuesta princesa de Java instruida desde la infancia en el arte sagrado de la danza. En muchas de las fotografías que se le conocen de la época, se le ve ataviada (escasamente) en esa guisa, con velos transparentes y poco más que un sostenedor con dos pequeñas placas de metal y joyas orientales en brazos y cabeza.

Sin estar realmente entrenada en la danza, su espectáculo fue inmensamente popular debido a que ella misma había elevado el exotismo de su baile a la categoría de arte. Era algo rompedor, mata-hari colorvanguardista aún para la abierta sociedad parisina, condimentado con su insaciable coquetería y su provocador espíritu libertino. El público la recibía de pie y llenaba todas sus actuaciones, y la fama le llevó a mezclarse con lo más refinado de la sociedad, especialmente con los militares, pues los uniformes le causaban una atracción que ella misma admitía. En una ocasión dijo, “prefiero acostarme con un oficial pobre que con un industrial millonario”. Sin embargo, ya sea por razones personales o profesionales, Mata Hari se convirtió más que en un nombre artístico, en un alter ego a base de mentirijillas y exageraciones para hacer más atractivo su personaje y sus espectáculos, pero como suele suceder, las mentiras terminaron convirtiéndose en un laberinto del que le costaría mucho escapar.

Fue tal el éxito de Mata Hari, que pronto le salieron imitadoras, más jóvenes, atrevidas y talentosas, y para 1910 los bolos empezaron a escasear, por lo que la treintañera decidió viajar por Europa una temporada, visitando a antiguos admiradores que la consentían y presumían en sus respectivos entornos. A principios del verano de 1914, encontramos a Mata Hari en Alemania del brazo de un oficial del ejército, que la invita a un festival de maniobras militares en Silesia. Todo el mundo conocía a  la famosa bailarina, y su visita no pasó desapercibida. Pero poco después, la guerra estalla entre las naciones europeas y Mata Hari se ve atrapada en Berlín, de donde consigue escapar hacia su nativa Holanda, pero no sin abandonar sus ropas y joyas. Otro antiguo amante le pone casa en Bruselas y le asigna un estipendio, pero no se queda mucho tiempo, y vuelve a París en 1915 para dedicarse a conquistar uniformados, que por aquel entonces eran la mayoría de hombres.

Precisamente ese gusto por los soldados le atrajo la atención de hombres peor intencionados, entre ellos los de Scotland Yard, que sospechaba de sus relaciones con diversos militares alemanes, y la Deuxième Bureau, el servicio de inteligencia francés. En su viaje a Francia, su barco hizo escala en Folkeston, Inglaterra, donde fue detenida e interrogada por las autoridades. A pesar de no encontrar evidencia de espionaje en su contra, estas decidieron no permitirle más la entrada en su país, pero la dejaron marchar, no sin antes comunicar sus sospechas a sus colegas franceses. Ya en París, sus pasos fueron constantemente vigilados por dos agentes.

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Para 1916, la fiebre de los espías afectaba a todos los que no podían o no querían explicar la barbarie de las trincheras. Culpables o no, decenas de individuos eran ejecutados después de cada fracaso en el campo de batalla, como si su muerte borrara la ineptitud de los generales. La bella bailarina era una más en la lista de los sospechosos. El director de la Deuxième Bureau, George Ladoux, estaba convencido de que Mata Hari trabajaba para los alemanes y decidió interrogarla. Según él, y poca evidencia hay al respecto, ella le confesó ser una espía alemana y se ofreció a a trabajar como doble agente. Sólo existe un reporte alemán de que Mata Hari había en una ocasión facilitado información, pero aún los expertos creen que es dudoso. Daba igual. Ledoux la envió a Madrid a engatusar a un oficial alemán en la capital española, quien al poco tiempo envió un despacho a Berlín con información obtenida del agente H-21, que los franceses rápidamente achacaron a Mata Hari.

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El 13 de febrero de 1917, la supuesta espía fue arrestada en su habitación del Hotel Elysée Palace. El 24 de julio fue formalmente acusada de espiar para el enemigo y de causar al menos 50.000 muertes, con escasas pruebas, incluida algo de tinta secreta que ella afirmó ser parte de su maquillaje. El juicio dejó mucho que desear en lo que respecta a un proceso legal, pues no se permitió a su abogado examinar a los supuestos testigos de la acusación ni a los suyos. Sus cartas al cónsul holandés clamando inocencia fueron ignoradas.

En las circunstancias de la guerra y la paranoia del espionaje, la condena estaba más que decidida de antemano. La acusada fue condenada a muerte.

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Matrgaretha Zelle MacLeod vivió libre y peligrosamente, siempre jugando a dos bandas, haciendo amigos y enemigos por igual. Su alter ego nos dejó una vida de aventuras lejanas, fama, amores y desamores.  Mata Hari encontró la gloria sobre los escenarios de los cabarés y sobre las camas de París. Bajo las balas del escuadrón de fusilamiento, también encontró su lugar en la historia.

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